“Fascinante…”
Academia Regional de Naciones Unidas
“Admirable…”
Universidad de Oxford
“Poderoso…”
Universidad de Vietnam
“Una bola de energía positiva…”
Hive Europe
“Un contribuyente real al desarrollo sustentable..”
1MillionStartups
“Energía y Creatividad…”
The Times of India
CAPÍTULO: EMPATÍA EN LA COSTA SWAHILI
Perdí mi rumbo, nuevamente, cuando viajaba en moticicleta sobre la costa Swahili Africana, y terminé conociendo a Matano, un vendedor Swahili de conchas de mar.
A pesar de que todos en la costa Africana te advierten de sus peligros, después de 10 mins charlando me atreví a aceptar la invitación de Matano para visitar su pequeña aldea, una de las mejores decisiones que haya tomado durante mi tiempo en África, la única arma que llevaba es dejar al descubierto mi empatía, dejar de lado la opulencia y soberbia, y saber reconocer el respeto y dignidad humana que merecía este encuentro.
Ahí conocí a su familia y me regaló un coco como bienvenida a su hogar. Su hijo, pescador, me dijo entre broma y broma que me enseñaría a pescar a mano, mostrándome su pequeño arpón de madera.
Después de esa mañana recorriendo su aldea, decidí tomar su invitación e irme a pescar con ellos al día siguiente.
La costa Swahili es una zona costera del Océano Índico en el sudeste de África habitada por el pueblo Swahili, y se extiende sobre Sofala (Mozambique), Mombasa, Gede, Pate Island, Lamu, Malindi y Kilwa. Además, varias islas como Zanzíbar y Comoras.
La aldea de Matano se encuentra en Kinondo, a un par de kilómetros de la playa Diani, y a 35 kilómetros de Mombasa, la ciudad más antigua de Kenia y la segunda más poblada. Por miles de años, ésta costa ha sido peleada muerte debido a su estratégica ubicación entre el sur-oeste Asiático, Medio Oriente y Europa Mediterránea. Hace 500 años los portugueses tomaron el control, después los Árabes, y posteriormente los Ingleses: La devastación es total, y no me refiero a recursos naturales exclusivamente, me refiero a la devastación espiritual.
Todavía puedes visitar y ver los vestigios del comercio trasatlántico de esclavos, todos ellos eran capturados de las aldeas de la costa Swahili, encadenados, marcados, y apilados en cuevas a orillas del mar, donde las cadenas y nivel del agua permitía una cárcel imposible de escapar. Tocar este espacio tan doloroso y humillante se compara tan solo a los campos de concentración de Auschwitz, te llega hasta lo más profundo del alma.
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Nunca he pescado a mar abierto, y mucho menos con un arpón, por lo que la simple idea de poder hacerlo con un pescador Swahili, me hizo recordar “La laguna azul”, esa película de domingos tan popular en los 90s, donde 2 niños aprendían a vivir y alimentarse en una isla desierta.
A las 10 am exactamente llegué a la playa donde Matano y su hijo me esperaban en un cayuco (pequeño bote de madera que parece una banana partida a la mitad), con los remos y arpones listos.
Evidentemente no me llevarían a mar profundo donde podría ahogarme y morir, y solo nos limitamos a estar a unos 300 metros de la playa, lo suficientemente profundo y diverso para poder bucear entre los arrecifes de corales.
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Las instrucciones fueron breves, nunca apuntar el arpón hacia adelante, siempre en diagonal baja, evitando poner en riesgo a otra persona o a tu propio pie, cazar solo peces grandes, explorar los puntos más escondidos donde normalmente están los peces, y listo, pesca con arpón clase 1 estaba completada.
Nos sumergimos y durante los primeros 5 minutos seguí a Matano y su hijo emulando sus movimiento y trayectorias, me percaté que no obstante pasar frente a peces, no disparaban sus arpones, ¿tal vez era una forma de no asustarlos completamente?.
Bastaron esos primeros 5 minutos bajo el agua para que mi pobre e inexperta respiración en el snorkel me obligara a emerger a la superficie del agua para no tragar agua. Matano y su hijo en cambio, se sumergían totalmente y parcialmente tan sólo para dejar su snorkel respirar, como una ballena.
Decidí ir a un arrecife de coral más cercano a mi, con una profundidad no tan baja, para probar mi suerte como pescador Swahili. Encontré el pez que debía de cazar, lo seguí, disparé y fallé, volví a cargar la flecha, lo seguí y volví a disparar, al parecer el pez sospechaba que se trataba de un citadino que nunca había pescado en su vida y que no merecía su preocupación, gran error de el pez.
El segundo disparo atravesó su cuerpo, y por los siguientes segundos debajo del agua mi alegría por haber logrado esta hazaña me disparó la adrenalina que incluso tragué agua y dejé por unos momentos la flecha en el fondo del mar para salir a recuperar el aire. Esto no me quitaba la emoción, regresé al agua por la flecha y por mi premio, la tomé y me dirijí hacia el cayuco para poder depositar el pez en una canasta dedicada especialmente a nuestra caza.
Cuando saqué mi flecha y el pez del agua, me di cuenta que se trataba de un pez muy pequeño, casi como un bebé comparado con los que ya estaban en la canasta. ¿Pero qué acabo de hacer? Ese momento de felicidad y logro se desvaneció por un sentimiento de culpa y remordimiento, ¿Cómo no pude darme cuenta que se trataba de un pez inofensivo que ni siquiera tenía el tamaño correcto para alimentarnos?
El agua es un lente a otro mundo que no te permite ver claramente su magnitud, belleza y fragilidad. Me sentía tan triste por ese pez, que decidí regresarlo al mar sin vida, el resto del tiempo tan solo me limité a observar el mar, procesar mi culpabilidad, y comprender que mi emoción e inexperiencia me cegó y no me dejó tomar una buena decisión.
De regreso en la playa, Matano y su hijo contabilizaban 5 peces, no más, los suficientes para poder alimentarnos, y del tamaño adecuado para poder asegurar la reproducción de la vida marina. Su juicio era tan agudo como sabio, que por vergüenza decidí ocultarles que había pescado a un pez muy pequeño, y ellos creyeon que no había pescado nada.
En ese momento, sin mediar palabra, y preparado para recibir una burla, me ofrecieron cargar sus peces para la foto de nuestra existosa pesca. Ese momento fue un golpe de lección único, en unos instante logré entender una conexión humana-mar-vida marina, que me llevaron a sentir y lograr entender el poder de la empatía.
Sin mediar ninguna palabra, comprendí la fragilidad del ecosistema, la vida y muerte de un ser vivo a causa de mi ignorancia, el respeto que los pescadores guardan por sus peces, la gratitud que muestran ante un extraño, y el optimismo por hacerme creer que juntos logramos comer ese día.
Aprender la lección de la empatía garantizará tu supervivencia, pero también el respeto por la vida de todos los seres vivos.
Matano y sus peces me dieron una de las mejores lecciones de vida. Gracias querido Matano, a ti y a toda tu familia, algún día volveré.